¿Y SI NOS QUEDAMOS SIN FIESTA BRAVA?
ESTO ES UNA PESADILLA!!!
PROHIBIERON LAS CORRIDAS DE TOROS EN MÉXICO!!!
Por fin los animalistas lo han conseguido, nuestra decidia y falta de unidad ha sido el acabose de nuestra cultura, de nuestro patrimonio, de nuestro legado, lamento comunicarles que nos hemos quedado sin fiesta brava.
PROHIBIERON LAS CORRIDAS DE TOROS EN MÉXICO!!!
"Rigoberto, Plácido y Domingo" fueron los nombres dados por el mayoral a tres terneros de bravo, que nacieron en las tierras de una ganadería en el centro de México, cuyo nombre ha perdido la importancia. Pastaban junto a sus madres en extendidos paramos; ante la apremiante mirada de su padre, un Morlaco ya algo viejo, indultado trece años atrás en la feria de San Marcos , Aguascalientes; en una faena donde deletreó su nombre “VICTORIOSO” para jamás ser enmendado ; arremetió cuatro veces a la pica y creciéndose al castigo, derribó al varilarguero y su cabalgadura en dos ocasiones , tras tres tandas de veinte naturales culminó su danza , arropado por un rebaño de mansos cabestros que con esfuerzo lo hicieron volverse al cobijo de los toriles, donde fue curado y embarcado para regresar a su finca de origen.
Para los tres becerros eran comunes las imágenes de ciervos, codornices, liebres y jabatos con los que solían toparse cuando el hato bajaba a refrescarse al abrevadero o en las muchas expediciones que los terneros hacían por los pastizales y arboledas del cortijo, inclusive llegaban a encontrarse en los mismos comederos donde los vaqueros y mayorales colocaban el pienso para los terneros y sus madres, en los tiempos de escasees. En más de una ocasión hicieron frente a coyotes que en la refriega del ataque dudaban en abalanzarse a esos jóvenes bureles que no cedían terreno ante cualquier amenaza, que en lugar de huir respondían con agresivas embestidas hasta la llegada de una hembra del rebaño o bien del viejo macho, que se encargaban de persuadir a los cánidos de buscar la carne en otra "fuente". Así paso la vida de estos tres hermanos de padre hasta cumplidos su primer año, cuando los apartaron de sus madres y los marcaron a fuego con el hierro de la casa.
Fueron llevados a otro cerrado de la finca, no muy diferente del que procedían: igual de extenso, igual de arbustivo y con los mismos ciervos, libres y jabatos que deambulaban por toda la ganadería sin respetar las vallas divisorias de cada potrero. Ahí pasaron los siguientes dos años, pastando de la bramilla, respondiendo a los llamados de las novillas de otro de los cerrados y cobijándose a la sombra de los encinos. Sin mayor molestia que la de aquellos coyotes, que “por la mala” comprendieron que los ahora erales no necesitaban del apoyo de sus madres para persuadir a las amenazas; inclusive eran ahora éstos quienes arremetían contra los “perros “, como si el rol de predador y presa se hubiese invertido, hasta el punto de que los cánidos no se acercaban más a dicho recinto. Entrado el otoño del segundo año, volvieron a hacer aparición los mayorales del rancho, montados en su caballos y quienes con ayuda de unos bueyes dirigieron a los ya “astados” a un recinto mucho más pequeño, arenoso y circular, donde la casta de los tres hermanos sería puesta a prueba, frente a un caballo, protegido por petos e imposible de levantar por ellos, pero que no por eso les amedrentaba las ansias por atacar. La contienda no fue larga y tras unos “manguerazos” que lavaran las insignificantes heridas causadas por la puya, los tres volvieron a ser liberados en el potrero de donde habían sido traídos. Ese singular otoño para los novillos fue también el último de Victorioso, que murió entrado el invierno a consecuencia de su edad, paso su última noche tumbado en la hierba de una ladera, muy cerca al lugar donde lo habría parido su madre, veinte años atrás, el viejo toro había dejado este mundo, pero su nombre deletreado en mayúsculas por su prodigios en Aguascalientes, hasta la fecha que no ha podido ser olvidado. No se vería más, otro buen “mozo”, que tomara el lugar de Victorioso.
La siguiente primavera, Rigoberto, Plácido y Domingo cumplían ya los cuatro años, habían heredado de su padre un trapío excepcional: enmorillados, bien armados y astifinos, de cuyas madres habrían conservado el pelaje: prieto bragado, jabonero y capirote en colorado respectivamente, su carácter se había hecho cada vez más irascible y si bien aun disfrutaban de su compañía, en más de una ocasión alguno de los mayorales y su caballo habrían separado a los hermanos de titánicos encuentros, cuyas estrepitosas embestidas y bramidos se escuchaban hasta la “casa grande” de la finca y que sin duda alguna, de no ser por la intervención de los vaqueros, hubieran terminado con la muerte de alguno de los hermanos. De los coyotes no digo mucho, ya sólo se conformaban con aullar a la luna desde la lejanía del cerrado de las hembras, asechando ciervos, y liebres. Esa primavera era en el que se suponía que nuestros tres astados habrían que haber partido a encarar a su destino, en una plaza de toros, como su padre lo había hecho años antes, arremetiendo contra el “diestro” en esa bella danza donde cualquiera de los dos protagonistas puede resultar herido de muerte, y donde por sus proezas también podrían haber regresado Victoriosos; sin embargo manifestaciones en la capital dificultaron la feria de ese año; por lo que los toros tendrían que partir ya bien entrado el año venidero, todo ante la decepción del ganadero y mayorales que esperaban ver el fruto de tan majestuosa camada; y seguramente de los mismos coyotes que sólo estaban esperando su partida para poder dar caza a los animalillos que se refugiaban de los predadores a la sombra y vista de los impetuosos bureles.
Ha pasado ya un año desde aquel decepcionante verano, el quinto desde el nacimiento de los toros. En la capital aún se habla de la tensión entre los aficionados y detractores de esta fiesta cultural y artística que ha estado presente desde la creación sincrética de nuestra híbrida nación mexicana, pero este año la temporada sigue y nuevamente con ayuda de los bueyes, los caballistas del rancho arréan a los tres astados a esa vieja plaza de tientas, donde serían embarcados para llegar a formar parte de la primer corrida de feria. Sin embargo, menuda sorpresa se dieron ganadero y mayorales al llegar al coso “basando el criterio de protección en una sensiblería mal enfocada, con falacias y mentiras abusaron de la ignorancia de los políticos que les daban coba” dijo el empresario de la plaza. Dos días les habrían bastado a los detractores para prohibir la lidia. No había vuelta atrás, ni siquiera para alguna otra plaza, la prohibición había sido nacional. Los impulsores de esta nueva ley celebraban con burla la “buena nueva” creían haber “salvado” a los toros de su “Cruel” destino, el de luchar en un ruedo para poder salvar su vida; pero no fue así, por lo menos no para los tres que durante tanto tiempo hemos estado siguiendo desde su nacimiento. Su destino había sido sellado.“Rigoberto” prieto bragado y el más enmorrillado de nuestro encierro, pasó tres días en los chiqueros de la plaza hasta que, junto con “Plácido”, partió a un lúgubre desolladero de reses de esa misma ciudad, donde vanamente derramaron su sangre, sin la más mínima posibilidad de defensa o indulto. Por razones que desconozco, “Domingo” no corrió con esa suerte, fue comprado por uno de los activistas que habían prohibido la lidia , para tenerlo como animal de compañía en casa. Igual y fue su capa “capirota” la que lo hacía ver menos amenazador que sus hermanos, lo que le valió para no viajar al matadero junto a éstos. Permanecimos en la plaza hasta ver su embarque, el de nuestro último toro, partiendo ante la guasa mirada que su nuevo dueño nos regalaba. Mentiría si les digo que sé a ciencia cierta del destino de los otros tres toros, que completarían junto a los de nosotros el encierro de aquella tarde, Pero no dudaría que también hubiesen partido al rastro como paso con “Rigoberto” y con “Plácido”. Después tocó el turno a nosotros, subimos al auto y emprendimos el viaje de regreso a la hacienda, mientras la orquesta de la plaza tocaba “las golondrinas” para despedir a nuestra fiesta brava.
Durante el viaje no se dijo nada al respecto, el chofer encasillado en lo que era su trabajo, nuestro patrón sumido en el letargo con la cabeza baja, eventualmente sacaba un pañuelo de su saco para limpiar alguna que otra lágrima que se le escapaba y rodaba por la mejilla. Sólo se emitían palabras, para contestar las llamadas por las cuales nos reportábamos a la hacienda. Para cuando arribamos a casa, la noticia ya era vieja, pareciera que eran los nietos de nuestro patrón los únicos que no entendían la gravedad del asunto y se divertían jugando en uno de los jardines a que eran toros y toreros. Sus oles y simulados bramidos eran lo único que nos lograba sacar alguna sonrisa en medio de la desgracia. La cena de esa noche fue inusual, la comida nos supo amarga y como en nuestro viaje de regreso no se emitió palabra alguna, más que al final de la misma, en la que nuestro patrón nos pidió que lo acompañáramos al amanecer para recorrer la finca.
La mañana siguiente llegamos temprano, como de costumbre, el ganadero nos estaba ya esperando. Ensillamos y emprendimos marcha al abrevadero, la belleza del campo bravo nos hizo olvidar un poco lo de aquel veto a la lidia. Las vacas ya pastaban en los predios con sus terneros y a lo lejos se lograba divisar la esbelta silueta de los “cola blanca” que se apresuraban a adentrarse entre los encinares. Llegamos a nuestro destino y nuestro patrón fue el único en desmontar, lo hizo con lentitud y cuidado, al igual que a “Victorioso” los años ya le habían cobrado tenencia, mientras mirando al horizonte nos decía
“En este mismo lugar, hace más de veinte años, mi padre me heredo esta hacienda, por ser el único en su estirpe. Hasta hace unos días añoraba que esa imagen se repitiera, pero ahora siendo yo quien la otorgase a la mayor de mis hijas... aunque con esta nueva ley no sé cuánto tiempo sobreviva esta finca. Yo me había jurado mantenerla en pie hasta donde mi fortaleza me lo permitiera y no me daré por vencido, pero indiscutiblemente esta aberrante norma nos va a pegar duro a todos”
Terminado de decirnos éso, nos pidió que regresáramos a nuestras labores y que avisáramos a doña María, su esposa, que no llegaría al desayuno.
Paso el primer año desde la prohibición. Se había corrido la noticia de que más de tres ganaderías bravas en el país habían ya desaparecido y que ahora los antitaurinos se habían volcado contra la charrería y el jaripeo. Curiosamente era gracias a estas dos últimas tradiciones que aunque maltrechos nos manteníamos en píe. Eventualmente llegaba algún empresario o charro que nos pedía un embarque para algún torneo de lazo o para ser toreado a la usanza charra , milagrosamente sobrevivíamos gracias a los eventos a los que antes destinábamos a los toros de poca casta y trapío que no eran dignos de lidiarse en una plaza de categoría. Pero como había dicho nuestro patrón, los tiempos seguían siendo difíciles; el sector charro no bastaba para sustentar los gastos de la extensa finca. Se había vendido ya un tercio del total de los predios y entre los cuales precisamente estaba aquél cerrado donde Rigoberto, Plácido y Domingo habían pasado su vidas posterior al destete, también se había ido gran parte del potrero donde pastaban las novillas, esas jóvenes hembras que serían las futuras progenitoras de la casa. Donde antes había extensos prados, se estaban construyendo “glamurosos” fraccionamientos, los barrancos que durante el temporal se volvían afluente de nuestro abrevadero se habían convertido en alcantarillados para las cloacas de las casas y de los extensos encinares, sólo sobrevivían aquellos árboles que contribuirían a la estética del nuevo recinto semi-urbano, cuya principal atracción sería la vista hacia lo que quedaba de nuestra ganadería. De los ocho mozos que trabajábamos con el ganado, sólo quedábamos dos, mi padre y yo, en la casa ya sólo mi madre ayudaba en las labores de cocina y limpieza, el resto habían partido a probar suerte en la ciudad de Puebla, cuando se hizo inevitable el recorte de personal. En lo que respecta al ganado, más de la mitad del rebaño de hembras se habían vendido a los carniceros, esas bravas vacas que no morían hasta viejas, ahora se estaban embarcando para ser degolladas en el matadero, nuevamente sin la más mínima oportunidad de defensa; con ellas partían también los becerros que ya no tenían cabida en lo que quedaba de la hacienda, su idílica vida en el campo se les estaba terminando. De tan cruento destino se había salvado una vieja vaca capirota, marcada a fuego con el número trescientos treinta y tres, llevaba ya 6 años sin parir y aún así seguía pastando libre en los predios del cortijo, como lo pudieron haber hecho el resto de hembras que ahora marchaban hacinadas al desolladero como consecuencia de la prohibición taurina del País. Era precisamente esta vieja vaca, la madre de “Domingo” y éste, el último becerro que la anciana había procreado.
Así fue como sobrevivimos durante dos años más, esperando esporádicos contratos charros; Realizando a escondidas del gobierno la tienta de machos y hembras, para poder conservar la tan preciada bravura de nuestros animales, con la vaga esperanza de que el veto a nuestra fiesta fuese levantado, Mientras con angustia escuchábamos los rumores de cómo una a una iban desapareciendo ganaderías del bravo. El viejo ganadero había preferido vender sus propiedades en la capital antes que lo que quedaba de la hacienda a las constructoras, que insistían en comprar los últimos llanos de pastoreo, para convertirlos en campos de golf y soccer, pudiendo así subir más el precio de las viviendas; cuyos nuevos colonos demandaban ya un centro comercial, para no tener que viajar cincuenta kilómetros a la ciudad más cercana para hacer sus compras, al fin de cuentas “no negaban la cruz de su parroquia” y la vida de campo, no les había sentado del todo bien. Por lo que antes era una vieja brecha de piedra, se había construido una nueva carretera, de cuatro carriles como señal de “Progreso” y dónde casi a diario perecían por causa de los autos los ciervos, liebres y jabalíes que antes deambulaban sin mayor preocupación que el asecho de los coyotes, Lo que quedaba de la hacienda se estaba convirtiendo en un oasis de naturaleza en medio de un desierto de casas y asfalto. Durante todo ese tiempo, se escuchaba en los noticieros de las iniciativas por cancelar la charrería y el jaripeo, que provenían de un supuesto partido “ecologista”, el mismo que tiempo atrás había abogado por prohibir las corridas de toros, normativa que como les he venido contando no trajo ningún beneficio ecológico a la nación y que por el contrario estaba ayudando a extinguir a esa raza de vacunos seleccionada, mas no creada por el hombre, cuyo principal atributo es la bravura y contribuyendo a convertir sustentables cortijos , en campos de golf y unidades habitacionales.
Fue en diciembre de ese segundo año cuando al fin lo consiguieron. Estábamos almorzando en la “casa grande” con los patrones, como era costumbre. Cuando por el televisor, se dio el aviso “se ha prohibido el Deporte Nacional de México, la Asamblea General ha votado en contra de la Charrería” dijo el conductor del noticiero que estábamos viendo. Todos quedamos atónitos con la desgarradora noticia. Una Taza cayo al suelo, yo voltee a ver a nuestros anfitriones y en su vieja mirada pude ver que ellos sabían que esto era el acabose para su ganadería, la hacienda perdería la poca rentabilidad que le quedaba. Los abolicionistas habían apelado que la charrería también era una actividad taurina y que por normativa de hace tres años debía estar prohibida junto a las corridas de toros. Esta afirmación era la única veraz entre todas sus demagogas razones, con las que habían logrado terminar con la tauromaquia en México. Ya que es bien sabido por todos, que la charrería surgió por la necesidad de criar Toros de Lidia para las corridas; surgió de esas faenas camperas para domeñar el ganado bravo, faenas que muchas veces vi realizarse por mi padre y demás mozos en los tiempos de gloria de esta ganadería. El reportaje seguía y todos en el comedor mirábamos expectantes lo que el televisor pasaba. La trasmisión pasó de ser del estudio de grabación a una casa en las afueras del Distrito Federal, de repente apareció en escena uno de los abolicionistas “es el hombre que compro a Domingo” dijo mi padre, a lo que el patrón afirmó con un tenue movimiento de cabeza; el tipo se jactaba de ser de los principales promotores de las leyes antitaurinas del país y además añadía que había rescatado a un toro de su “cruel” destino. En eso aparecieron imágenes en vivo de “Domingo” en su nuevo hogar, un terreno bardado de no más de trescientos metros cuadrados que estaban lejos de ser siquiera una centésima parte de los vastos terrenos de la ganadería donde lo habíamos criado: había cambiado su trapío por un exceso de grasa, consecuencia de su nueva alimentación y falta de ejercicio y para colmo le faltaba el cuerno derecho “seguramente se ha despitorrado embistiendo alguno de los muros” dijo su antiguo dueño. En mí surgieron sentimientos encontrados, la dicha de volver a saber de aquel joven ternero al cual mi padre y yo habíamos bautizado bajo consentimiento del ganadero y que por espacio de cinco años nos dedicamos a cuidar y atender en la vastedad de la hacienda, por otro lado la tristeza de verle en condiciones que si bien podrían haber sido agradables para un hombre o para un perro pequeño, seguramente no lo eran para un toro; y por último el coraje que me hacia hervir la sangre al ver a tan pedante hombre asegurar que le estaba dando una vida “digna” a ese toro.
Casi al final de la entrevista la periodista lanzo sus últimas interrogativas “¿es cierto que estos animales son completamente inofensivos?” “tan dóciles como mi querido Napoleón” contesto el hombre mientras señalaba a un “Pastor Alemán”. “¿entonces cree usted que podamos pasar al recinto para despedirnos de su toro?” el hombre tardó un poco en responder pero terminó afirmando y abrió una de las gruesas rejas que daban acceso al pequeño corral. “la va a matar” gritó doña María coreada por mi madre, mientras asombrados veíamos como la chica se acercaba a “Domingo”, la pobre no habría avanzado ni cinco metros cuando el toro que se encontraba echado al fondo del recinto se incorporó en si, dió una sacudida de cabeza y sin mayor aviso embistió a la joven reportera, ante el terror de los presentes y seguramente de los televidentes, como era el caso de nosotros. La chica cayó al suelo, donde “Domingo” se ensañó con ella, los intentos de apartar al burel del cuerpo inconsciente de la joven eran en vano, ninguno de los presentes sabía “lidiar” con un toro bravo. “tírenle del rabo” gritaba mi padre mientras veíamos como el personal de seguridad arribaba a la escena, el toro aventó por el aire a la joven… en la imagen se apreciaba algo rojo en el pitón de “Domingo”, la había corneado en la pierna derecha, de donde le brotaban chorros y chorros de sangre. El toro se perfiló a embestir nuevamente el cuerpo de la joven cuando de repente se estremeció por el impacto de una bala que fue a dar contra su costado, Uno de los oficiales le había disparado con su arma, “Domingo” fijó nuevo objetivo y se abalanzó contra el oficial quien detonó dos disparos más. En la ímpetu del galope, el morlaco había doblado y cayó justo a los pies del oficial. Quien en su mirada reflejaba un temor atroz, en casa todos seguíamos viendo impactados la “severidad” del encuentro. Servicios médicos entraban presurosos para socorrer a la periodista, cuando la imagen la volvió a captar Domingo; El buen mozo no había muerto por los tres dispararos recibidos y haciendo honor a su nombre de toro “bravo” intentaba incorporarse, pese a estar ya herido de muerte, para seguir dando pelea. El mismo oficial se acercó y apuntó su arma a la testuz del toro, era evidente que lo mataría. La nueva ley antitaurina no había logrado salvar a Rigoberto, ni a Plácido y tampoco a Domingo y ninguno había podido defenderse en su sacrificio. Cerré los ojos para no apreciar la imagen y sólo esperaba el estruendo producto del disparo…. El cantar de un gallo se escuchaba en la oscuridad, no entendía de donde era que provenía, abrí los ojos y vi ese viejo candelabro que pendía del establo, no me encontraba en el comedor de la casa viendo la noticia sobre Domingo. Presuroso monte a pelo uno de los cuacos de la cuadra y galopé tendido cual bandido por toda la finca; Pasé al lado de la laguna donde más de una vaca arremetió contra mi sorpresivo paso, por los encinares donde los ciervos huían del estrepitoso galope del caballo, seguí así hasta llegar al último de los cerrados donde a lo lejos vi a esos tres novillos que tiempo atrás mi padre y yo habíamos bautizado , los tres tumbados en la bramilla a la sombra de un viejo ahuehuete ,esperando el día en el que partirían a encarar a su destino, en esa mortal y bella danza que se da en las arenas de un ruedo. Nuestra pesadilla había terminado.
Autor: Jesús A. Ayala Toledo
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