TOROS
Venía la Pascua y con ella el regocijo de las corridas de toros. Una cuadrilla improvisada en Zacatecas pasaba al redondel de mi pueblo. En la plaza de toros de mi tierra no hay palcos, y las familias se sientan en las gradas. Desde por la mañana comenzaban a mandarse a la plaza tapetes y tapetes, para que los vestidos estrenados el mismo día de la corrida no se ensuciara con el polvo del graderío. Manuel Borrego Hinojosa y yo entrábamos en congoja si a medio día no sacaban aún los tapetes de nuestras casas. Manuelito y yo nacimos en el mismo año, con diferencia de semanas; vivíamos en la misma calle, frente a frente; y éramos amigos inseparables en el velocípedo y en el volantín. El Domingo de Pascua no descansábamos: movíamos todas nuestras influencias hasta conseguir que de su casa y de la mía saliesen los tapetes: uno, con la imagen espantable de un tigre, y el otro, con una gran cesta de grandes rosas, ajadas por los pies de las visitas en luengos años de estrado. Manuel Borrego es hoy propietario de una mercería y ferretería en la ciudad de México, en el mercado de San Juan; es, además elegante y bailador; pero creo que no ha olvidado nuestra inquietud de 1893 y 1894, por ir a los toros.
De la plaza, a las tres de la tarde, emanaba júbilo y salud e impulsivismo. Pronunciábamos palabras irrespetuosas a la llegada de cualquier personaje impopular: un señorito acicalado, un juez venal, un padre celoso de las hijas y verdugo de los novios. Con el azul espeso del firmamento, y con el olor de la tierra mojada, cobraban audacia los pretendientes tímidos, y se sentaban a dos metros de la dueña de sus pensamientos. Mientras soltaban el primer toro, los músicos de la banda, los pobres músicos que se derretían bajo el sol, machacaban “las mejores piezas de su repertorio”, al decir de los programas.
No se hacía esperar mucho la primera diana. Con ella se premiaba un lance de capa, de banderillas o de estoque. Dianas, dianas y más dianas. Yo sentí el mal gusto y la pesadez de tanta sonoridad, y me consternaba que mis paisanos recargasen de epopeya los pistones y el bombo; pero después me he tranquilizado al oír dianas en el Abreu, una de estas noches. Y más que tranquilizó ver que el pianista Luis Alfonso Marrón era sacado en hombros, después de un recital en el Ideal, y después de que los pisaverdes le habían pedido el Himno y La golondrina.
Quien provocaba más dianas en los toros de Jerez era Manuel Berriozábal, picador de toros y pariente del general don Felipe, que fue ministro dela Guerra. Unaexcelente amiga mía, ya con nietas de veinte abriles y que tiene una sabrosa conversación (por la que dejo el cenáculo del señor Gamoneda y me salgo dela Escuelade Altos Estudios), me ha referido las genialidades de Berriozábal. Hallábase una mañana mi amigo en su sala, con las ventanas bien cerradas, cuando de pronto se abrió un postigo con estrépito, deslizándose por él una garrocha. Era que Berriozábal, a caballo y chispado por el alcohol, asaltaba a mi amiga para decirle: “Doña Cuca, écheme la bendición porque hoy en la tarde voy a picar”.
Y encima de la ebriedad de Berriozábal, caía la bendición de Nuestro Padre San Francisco. Y Berriozábal picaba a media plaza; y cuando la fiera no embestía, el picador la enardecía, arrojándole al hocico el sombrero charro, envidia de la comarca.
Las reinas, escoltadas por chambelanes de dudosa gallardía, daban premios a los lidiadores, si la corrida era de aficionados. Íbase el sol, y en el cielo irrumpía una estrella ansiosa, contra la cual se dispararían luego los madrigales de Pepe Gil, poeta sin esterilizar. Arrastraban las mulas el cadáver del último toro y volvía la concurrencia “a la diaria faena del dolor y de la vida”, como dice don José de Jesús Núñez y Domínguez.
Si López Velarde se deslumbró ante los preludios de “tapizar” los tendidos de aquella, la plaza, su plaza de Jerez, privilegiada con la presencia de algún torero de fama, pero también con los actos heroicos de Manuel Berriozábal, charro y picador que solía realizar la suerte de varas como algún día la ejecutaron Agustín Oropeza, Celso González o el intrépido Natividad Contreras “El Charrito del siglo”, no pudo tampoco dejarse de admirar por la típica reacción del elogio y celebración para cualquier suerte bien ejecutada, que terminaban con sendas “dianas” que constantemente ejecutaba la banda en la plaza, cosa muy parecida al fenómeno de exaltación del que fue motivo el pianista Luis Alfonso Marrón que concluyó su actuación como cualquier gran diestro: llevado en andas por los “capitalistas” o “costaleros” entusiastas, que lo pasearon por las principales calles de la ciudad capital.
El recuento anecdótico de que está cargada su evocación nos recuerda a un poeta “sin esterilizar” como Pepe Gil, autor de madrigales de exquisita manufactura, pero también la forma en que el pueblo, al presenciar el arrastre del último toro de aquella tarde, no tenía más remedio que regresar a “la diaria faena del dolor y de la vida”, con lo que concluía la tarde torera, empezando, quizás, la larga espera para preparar una vez más tapices multicolores, mejor afinación a los instrumentos de viento y cruzar apuestas para saber si Manuel Berriozábal saldría al ruedo, una vez más, chispado por el alcohol.
He ahí, dentro del gran universo velardiano, un intenso capítulo de evocación taurina que se quedó impregnada en su memoria, y ahora en la nuestra, la de los navegantes seculares y milenarios que somos del XX al XXI y del segundo al tercer milenio, respectivamente.
Fuente: http://ahtm.wordpress.com/